Desde tiempos inmemoriales, el bosque ha
sido una fuente de recursos para el imaginario humano por ser un lugar profundo
y misterioso; y también porque ha ofrecido elementos
indispensables para la supervivencia: calor, protección, materiales, alimento…
A los lugares así el ser humano suele
otorgarles un valor sagrado. Quizá sea
ese el intercambio: tomar del bosque y, a cambio, hacer patente lo maravilloso
del bosque. ¿Qué gana el bosque de eso? Mucho pues, como
se ha demostrado, aquellas comunidades que perciben lo sagrado de su
entorno hacen de este un uso sostenible que favorece la perpetuación del medio (sin duda, tanto
que aprender del religare local…)
Al bosque hemos acudido a ver arder los acebos con mensajes repentinos; a refugiarnos en los troncos vaciados de los tejos; a
escuchar el lenguaje del viento o a mirarnos en el lago-espejo de Diana de Nemi.
Allí están Yggdrasill, fresno nórdico que sostiene
los nueve mundos y cuyas raíces se hunden en la sabiduría; el espino que vence
al hambre o el roble identificado como “padre” por tradiciones diversas. Y en
los bosques de niebla los laberintos del miedo, como redes de helechos que
nacen del humus. Y están los claros
del bosque, lugar para la visión, la toma de perspectiva, la recuperación
del aliento.
Yo solo he
empezado a adentrarme en el bosque y su imaginario, espero ir profundizando en ellos
poco a poco. Afortunadamente, por el camino estoy encontrando algunas ayudas muy
interesantes. Una de las más recientes
ha sido el blog de la historiadora Lucía Triviño, Las hojas del
bosque: bosques de cuento, los
bosques en la Antigüedad Clásica, las arboledas del inframundo, las brujas y el
bosque, los árboles movientes o el bosque en el Romanticismo son solo algunos
de los temas que aparecen en este blog. Sin
duda, una preciosa guía para perdernos y encontrar lo que somos en el bosque; lo que hemos sido.
Imagen: Hayas en el Gribskov, Dinamarca. Autora: Malene Thyssen. CC BY-SA 3.0.
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